28 octubre 2010

Algo se movía

Un matrimonio de provincias

Marquesa Colombi

Contraseña, 2010

ISBN. 8493781827

144 pág.

17,50 euros

Trad. de Mercedes Corral y María Corral.


Alejandro Luque


El lector no avisado podría asomarse a Un matrimonio de provincias con los prejuicios que suelen reservarse para los cuentos de hadas o las novelas ñoñas de jovencitas que suspiran por encontrar esposo. Y, en efecto, esta obra contiene algunos elementos que recuerdan a tales géneros: un padre tirando a bondadoso que quiere que sus hijas lean a Homero y a Virgilio, una madrastra –¡ah, la madrastra!– tirando a pérfida que las pone a aprender las labores domésticas, una muchacha en espera de su príncipe azul. Suficiente para pasar de largo... A menos que cometamos el error de leer la primera frase: “Es difícil imaginar una juventud más monótona, más sordida y más carente de toda alegría que la mía...”.

Ese fue el gancho que atrapó a una niña llamada Natalia Ginzburg cuarenta años después. En sus páginas encontró la italiana algo diferente a todo lo que había leído antes, un ingenio parecido a una bomba de tiempo que el lector toma ingenuamente y que explota cuando menos lo espera. No es una obra que destaque por el estilo, no muy refinado; ni por el dibujo psicológico de ambientes y personajes, que aparecen dibujados con trazo grueso, a menudo apenas sugeridos, extrañamente ambiguos; y mucho menos por una trama especialmente elaborada.

Por el contrario, lo que Un matrimonio de provincias propone es una peripecia aparentemente simple, incluso ligeramente anodina, bajo la cual discurre el drama soterrado: la convicción de la protagonista, Denza, de que no podrá escapar de la grisura que la rodea si no es contrayendo matrimonio. Y ese deseo será el que articule la narración en dos tiempos, correspondientes a otros tantos candidatos: el rico y orondo Onorato Mazzucchetti, y el notario Scalchi, el hombre de la verruga en la sien.

Lo más impresionante del relato es, sin duda, el modo en que todos los personajes reprimen sus emociones, ya sea ante la muerte, los lazos familiares, la chispa amorosa o sus decepciones. Todo queda ceñido dentro de un código general que tiene algo de sereno pragmatismo, y también algo de inhumano. La propia Ginzburg se asombra en el posfacio de esta edición de que no quedara claro si el final de la historia es feliz o infeliz: “El caso es que estoy engordando”, zanja Denza sin más. El pasmo, el escalofrío y la risa nerviosa quedan para el público.

Cabe destacar que el nombre de la autora, Marquesa Colombi, fue el pseudónimo de Maria Antonietta Torriani (Novara, 1840-Turín, 1920), autora de una variada obra en prosa y verso y primera mujer que firmó para el Corriere della Sera, el periódico fundado por su marido, Eugenio Torelli, del que terminó separándose. Junto con la Ginzburg, su principal valedor fue Italo Calvino, que rescató esta novela desde la editorial Einaudi.
Es sabido que la Colombi fue amiga de la pionera del feminismo italiano Anna Maria Mozzoni, pero tampoco podemos ignorar la poderosa corriente que, en las letras europeas de la segunda mitad del XIX, venía a cambiar radicalmente la visión de la mujer, de su realidad y de sus deseos. En 1857, Flaubert publica Madame Bovary; en 1879, Ibsen hace lo propio con Casa de muñecas; Clarín habrá de esperar hasta 1884 para que La Regenta vea la luz. Y un año más tarde asoma Denza y su matrimonio de provincias por las librerías. Algo se estaba moviendo, sin duda, pero por delante se extendía un largo siglo XX de lentos avances y significativos retrocesos. Nadie pensaba que en el XXI siguiera quedando tanto por hacer.
PS.- Al poco de acabar Un matrimonio de provincias he dado por casualidad con unos cuentos de la Ginzburg que ponen de manifiesto la influencia de la Colombi. En uno, titulado Valentino, se narra la peripecia de una chica desdichada ("...había tenido pocos días felices en mi vida; pocos días libres, sólo para mí") que se compromete con un hombre en estos términos: "No estoy enamorada, ya te lo dije. Si me hubiese enamorado de ti, sería todo difícil. Pero así no lo es tanto. Se mira para otro lado y no se piensa". En otro, Sagittario, también hay matrimonio más o menos desesperado, y aparece incluso una lectora de Los tres mosqueteros, igual que Denza. ¿Cómo no ver en ello un guiño de la alumna a su lejana y desconocida maestra?

27 octubre 2010

Castillo con figurantes

El cerco

Ismail Kadare

Alianza, 2010

ISBN: 978-84-206-5165-1

Págs: 400

Precio: 19 euros

Traducción del albanés: Ramón Sánchez Lizarralde


Ilya U. Topper

Hay dos formas de escribir una novela histórica. Se puede redactar un ensayo de historiador, una especie de documental con un guión basado estrictamente en los archivos, camuflando lo aburrido del asunto bajo unas pinceladas humanas de cosecha propia. O se puede crear una gran historia humana, ubicada en un tiempo remoto que hace de escenario, cargando las tintas en el carácter del héroe, no su armamento. En el primer caso se aprende mucho, en el segundo se disfruta mucho. Personalmente, prefiero la opción B. Eso sí, no parece estar de moda. O quizás no hay quien se atreva. En todo caso, sigo esperando que alguna editorial española reflote las novelas juveniles del alemán Hans Baumann sobre los nietos de Gengis Kan, los grumetes de las flotas portuguesas del siglo quince o el chaval que daba de comer a los elefantes de Aníbal. Insuperables.

Ismail Kadare (Gjirokastra 1936), en cambio, no parece decidirse en El Cerco por dónde quiere tirar. El relato del asedio otomano a una fortaleza de Albania que no se nombra, pero según opinión unánime es la de Kruje, no recoge fielmente los datos de los historiadores (según éstos, fue el propio sultán Murad II quien dirigió la campaña en 1450, no uno de sus generales, como sucede en la novela, y la descripción física de la fortaleza recrea la de Shkodra, asediada en 1478). No importaría en absoluto, si con estas mimbres, Kadare hubiera trenzado una cesta redonda.

Pero es ahí donde falla. El personaje del general otomano responsable del asedio, Ugurlu Tursun, no llega a asumir todo el peso del guión: tras aparecer al principio como elemento central deja paso a numerosos secundarios que se disputarán el favor del novelista, algunos con nombres propios, otros sólo identificados por sus cargos. Y ninguno adquiere suficiente perfil como para salirse de figurante y convertirse en figura.

El recurso literario de contraponer a un cronista ignorante a un personaje avispado ―el intendente del campo turco― que explicará los entresijos de la guerra otomana contra los pueblos balcánicos, tampoco brilla por su originalidad. El trazo grueso con el que están dibujados ―el cronista, ignorante y acobardado, hasta el punto de no querer escuchar teorías subversivas― no resulta siquiera demasiado verosímil. No sabremos nunca si el astrólogo equivocado realmente cree en sus estrellas como en una ciencia exacta ni qué significa para él su fracaso, aparte de la pérdida del cargo.

Todos los personajes parecen limitarse a cumplir un papel, el de ilustrar la narración, en lugar de padecer un destino propio (exceptuando las concubinas de Tursun, que charlotean como chicas de hoy, o de todas las épocas, un curioso contraste frente a la gravedad historicista de los hombres).

Son críticas que se pueden hacer prácticamente a todas las novelas históricas hoy en el mercado, incluyendo a las grandes obras de Amin Maalouf (y con mucha mayor razón los bestsellers anglosajones, de Ken Follet hacia abajo). Pero de un maestro como Ismail Kadare ―como no admirar su deliciosa Cuestión de locura― me habría esperado algo superior al nivel general de novela histórica.

Puede disculpar al maestro el que escribiera la novela en 1970, con 34 años, ampliando un relato corto antiguo (Los tambores de la lluvia), tal y como aclara el traductor (Ramón Sánchez Lizarralde) en el prólogo. Por cierto, una pregunta a éste: ¿cómo es que el héroe albanés se llama Skanderberg, con ecos escandinavos, cuando el sobrenombre de Jorge Castriota es Skanderbeg, derivado del turco Iskander Beg / Iskander Bey)? El error es frecuente, pero ¿tanto como para colarse en una edición de Alianza?

Kadare, por cierto, no aprovecha para adentrarse en la personalidad del casi mítico héroe albanés (que sólo aparece como una sombra en la novela) y su pasado de general otomano. Puede valorarse su decisión de describir el conflicto ―fundacional, para Albania― entre los ejércitos otomanos y el país balcánico desde el punto de vista del enemigo. Pero esta visión no está exenta de clichés.

La oposición de ‘Asia’ a ‘Europa’ como conjuntos culturales data de épocas mucho más tardías; entonces Asia era un simple término geográfico (y de todas formas, la cultura otomana era bastante más desarrollada, en términos de literatura, tecnología, filosofía y comodidades que la de los pueblos balcánicos). Suponer que los soldados de Anatolia nunca hubieran visto mujeres con el rostro descubierto roza lo ridículo: exceptuando la Arabia saudí posterior al siglo XVIII, y la Afganistán posterior a 1990, no se conoce sociedad musulmana en la que campesinas o criadas se tapasen la cara. El velo siempre estuvo reservado a las clases altas.

En resumen, una novela para aprender mucho sobre el armamento y las tácticas de los ejércitos otomanos del siglo XV (aquí sí Kadare es fiel a los archivos y muy detallado) con algunas escenas de gran fuerza narrativa (el derrumbe del túnel, el ataque nocturno...). Un mosaico de láminas históricas impresionantes, pero sin que éstas se conviertan en ese torrente con cascada final que forma una buena novela. No peor que otras, no. Pero...

26 octubre 2010

Lucha de titánides

Debo todo a tu olvido

Malika Mokeddem

Alianza, 2010

ISBN: 978-84-206-51620

Pág.: 152

Precio: 15 €


Traducción del francés: Pilar Jimeno Barrera



Ilya U. Topper

Nouvelle: dícese de la novela corta que narra un único hecho, bien estructurado alrededor de una idea guía. Es tildada de ‘hermana del drama’. Sus protagonistas sufren a menudo aislamiento, marginación o falta de comunicación. El planteamiento es breve y lanza al lector de inmediato al conflicto central, tratado de forma exhaustiva y con gran densidad. Ciertos objetos pueden adquirir una importancia simbólica. La narración se desarrolla de forma lineal, tensa, con una narrativa algo más explayada en los puntos cumbre y un final habitualmente abierto, apenas insinuando el destino de los personajes. Se puede leer de un tirón.

Éste es un excerpto literal de una entrada enciclopédica del término ‘nouvelle’ en francés o argentino, novella en inglés, novelle en alemán (el castellano ‘novela corta’ no transmite tanto el valor y las leyes propias de esta categoría literaria). Y es un resumen perfecto del libro de Malika Mokeddem Debo todo a tu olvido.

Mokeddem (Kenadsa, Argelia, 1949), nacida en el desierto, médico en el sur de Francia ―al igual que su protagonista, Selma― dibuja una imagen realista, apasionada y violenta de la sociedad argelina. No con el pausado brochazo del óleo, ni con la ligereza de la acuarela: lo suyo es el trazo duro de la pluma, sacando aristas, sombras, planos cortados a cuchillo. Un sobresalto de madrugada en la vida de una mujer hecha a la soledad, dueña de su vida, ¿un sueño? ¿o un recuerdo olvidado durante cuarenta años? ¿Un crimen familiar?

El viaje de Selma a la Argelia profunda le permitirá reencontrarse con la vida de la aldea, pero no es una reconciliación. Nada más lejos. Los olores a tayín y comida de pueblo no evocan nostalgia, son narrados sin una sombra de costumbrismo: la infancia en el desierto no es un recuerdo feliz. Las familias pueblerinas patriarcales ―ese patriarcado en el que las madres son las dictadoras, son quienes asignan los privilegios al macho, al hijo varón― no son una sociedad idílica. La religión no es un refugio sino una tapadera. Aquí no hay cariño sino explotación.

El libro de Malika Mokeddem refleja el estado de ánimo de tantos argelinos que han dejado atrás un país ingrato, un país que nunca ha dejado de devorar a sus hijos: a través de la ley colonial, primero, la guerra de liberación, después, el fracasado socialismo burocrático, luego, la desidia, finalmente la guerra civil. Esa guerra civil que ganaron, con una década de retraso, los santurrones, los predicadores, los reclutadores de almas, los tamborileros del Corán y el rezo diario, los que no soportan a las mujeres libres.

Esos que han conseguido acabar con los sueños de toda una generación que tal vez pudiera haber sido libre, pero que ahora, entre la opción del exilio y la rendición, cree necesario volver al redil, ser parte de Argelia, anudarse un pañuelo a la frente. “Pero que el sentimiento de pertenencia sólo pueda dotarse de legitimidad a través de la religión es, sin lugar a dudas, la prueba del fracaso”, piensa Selma al ver regresar del peregrinaje a sus camaradas de correrías de antaño.

Pero Argelia sólo es el pretexto de esta nouvelle: la pluma de Mokeddem penetra más profunda en la piel que la arena del país magrebí: Selma no está en guerra con su país sino con sus entrañas.

Matar al padre, como pidió Freud, es un juego de niños: lo duro es matar a la madre. Algo que los varones magrebíes no conseguirán nunca: siempre vivirán dependientes de ella, inermes ante sus chantajes. Ahí está Gumi, el alter ego de Selma, amigo del alma, gay inconfeso, libre porque es capaz de ocultarse: en esa sociedad, el único amigo verdadero, el único con el que una chica puede dormir abrazada, también es un fuera de la ley.

El pulso entre Selma y su madre, esa madre que sabrá resolverle la pesadilla, que podrá arrancarle la sábana ―o la mortaja― a sus fantasmas, devolverle la infancia olvidada y desterrada del recuerdo, la que le obliga a hacer frente a la deseada amnesia, es un combate de titanes: la de siglos de tradición patriarcal, matriarcal, qué más da, siglos de ley contra la férrea voluntad de ser libre.

25 octubre 2010

Viejo centro del mundo

Guía literaria de Roma

Varios autores

Ático de los Libros, 2010

ISBN. 978-84-937809-3-7

192 páginas

16 euros

Edición y prólogo de Iria Rebolo




Alejandro Luque

¿Siguen conduciendo todos los caminos a Roma? Me temo que, en esta era en que circulamos a toda velocidad por las autopistas de la información, ya no. La llamada Ciudad Eterna parece haber quedado varada, en cierto modo, en la cuneta de la Historia, reducida a postal de vacaciones. Ni siquiera el poderío del Vaticano es lo que era (y me refiero al Estado Pontificio, físico, caminable) desde que el dinero se mueve por internet.

Y es precisamente en esta tesitura cuando más oportuno se antoja volver a Roma, como lo es también volver a Atenas. No a profesar el culto a la ruina, pretexto de los más grotescos desmanes turísticos, sino a practicar el antiguo deporte de preguntarnos de dónde venimos para columbrar hacia dónde queremos ir.

Eso hicieron, de un modo u otro, los quince autores reunidos en esta suerte de antología, un múltiple paseo, también a través del tiempo, por la emblemática capital del Lacio. Tras el texto de Estrabón que sirve como pórtico, el encargado de abrir fuego es Montaigne, que acudió a Italia en busca de remedio para su mal de piedras y encontró, entre cúpulas y joyas de la ahora reabierta Biblioteca Vaticana, el paradigma del cosmopolitismo: “Yo decía de las ventajas de Roma, entre otras cosas, que es la ciudad más abierta del mundo, en la que a la extranjería y a la diferencia de nacionalidades se le da poca importancia, pues por su misma naturaleza es una ciudad hecha de remiendos de extranjeros; todos están en ella como en su casa”.

A un fragmento de Historia del declive y caída del Imperio romano de Gibbon le suceden unas notas del diario de Tobias Smollett, ejemplo pionero del visitante decepcionado y criticón –que Sterne parodiaría más tarde en su Viaje sentimental–, y al que el Panteón le parece “un corral de gallos de pelea abierto por el techo”. Mucho más felices fueron en sus calles y plazas los viajeros Goethe y Chateaubriand, y Stendhal encontró allí la metáfora del amor perfecto. Todos ellos contribuyeron a asentar el prestigio de Roma entre la intelectualidad europea, hasta hacer de ella un destino imprescindible.

Pero en estas páginas también es posible descubrir no sólo cómo va cambiando Roma, sino cómo se transforma la mirada del mundo sobre la ciudad. Melville observa agudamente que “el propio Vaticano es el índice del mundo antiguo, igual que la Oficina de Patentes de Washington lo es del mundo moderno”. Y Mark Twain, con su genuino sentido del humor, lamenta ya en 1867 que Roma fuera una ciudad trillada, en la que resultaba imposible descubrir nada nuevo. A él le debemos los pasajes más divertidos de esta colección, especialmente aquél en que, harto de toparse por doquier con la firma del “eterno pesado” de Miguel Ángel, y dice no haberse sentido nunca tan bien como “ayer, cuando me enteré que Miguel Ángel había muerto...”

De los acertados apuntes arquitectónicos de Henry James a los ataques de melancolía de Rilke, pasando por las descripciones de ambiente de Dickens o Pedro Antonio de Alarcón, el recorrido por esta Roma de papel se acompaña con las ilustraciones de Vasi, Piranesi y Rossini, que ayudan al lector a acomodarse un poco mejor al contexto histórico que corresponda. Los muy entusiastas bien pueden ampliar el disfrute acudiendo a otras fuentes, como la Roma de Gogol, o el muy ambicioso y suculento El viaje a Italia, de Attilio Brilli, ambos de reciente traducción al español.

Amena y útil, esta guía de all stars de la peregrinación a Roma debería también ser completada con al menos dos entregas adicionales: una, dedicada a las visiones de los escritores italianos, mucho menos divulgadas que las de estos ilustres trotamundos. Y otra, que recogiera la mejor poesía que ha inspirado la capital del Tíber, desde los clásicos latinos a Rafael Alberti o Federico García Lorca. En todo caso, se trataría de las únicas guías que vale la pena leer: aquellas que, lejos de querer llevar al viajero de la mano, le invitan a perderse gozosamente.

22 octubre 2010

Lo (no) grandilocuente

Tríptico
Santos que yo te pinte


Julián Rodríguez

Errata Naturae, 2010

ISBN: 978-84-937889-3-3 y 978-84-937889-4-0

48 y 64 páginas

5,90 y 7,90 €

Carolina León

Lo que nos supera, nos aniquila”; "Mujeres que dejan atrás las pesadillas cuando se convencen de que son amadas"; “Así lo digo: sin la televisión, la soledad habría sido peor”; “Querer, una palabra insondable”; “Posiblemente tengas razón. Siempre la tuviste”; “Vaguedades como las palabras de amistad sucedánea, y el amor sucedáneo, y el tiempo sucedáneo".

He visto todas estas frases anotadas una junto a la otra, convocándome para escribir una reseña, y se ha despertado en mí algo antiguo, un reclamo de otros tiempos, de la adolescencia incandescente o de la juventud desbocada, de los primeros descubrimientos literarios -quizá los únicos verdaderos. He creído recordar cómo leía en aquellos tiempos: sorbiendo cada frase, tratando de descifrar los sortilegios, maravillada por la guerra interior de toda prosa.

Porque eran otros tiempos, quizá más inocentes. Ahora las cosas no nos arrebatan igual -y perdonen la crítica inmanente, ombliguista-. ¿Y entonces? ¿Tiene sentido hablar de ímpetu, de juventud, de ardor, para escribir sobre estos pequeños volúmenes de Julián Rodríguez, cuatro textos dependientes-independientes, de los que nos dicen que fueron escritos alrededor de 1998 y reescritos durante años hasta hoy? Tiene sentido, y me explico. Son relatos antiguos, sometidos a reescritura exigente a lo largo de los años. Se dan por primera vez a la lectura después de esa larga rumia, en dos libros separados: Santos que yo te pinte es un relato autónomo, Tríptico contiene, como su nombre indica, tres cuentos que se anudan por algunos de sus cabos. Viven del "entonces" y viven del "mientras tanto", así como de este momento.

El primero repta como una alimaña, inquieta por su discurso ensimismado, por la falta de referentes que aqueja al lector y las capas de significación que se amontonan en su prosa aparentemente liviana. El segundo, el Tríptico, es un retablo al estilo gótico, que en lugar de invocar episodios bíblicos tiene los pies narrativos bien pegados al suelo, a las "cosas del mundo". Se narran interrelaciones, incomunicaciones, ausencias, vacíos, deseos inacabados. Parejas que ya no se entienden, progenitores ponzoñosos e interlocutores no especificados. Brevedad, densidad, intensidad: en un primer recorrido alcanzamos a intuir que no hay ni una coma al azar y la palabra esconde mucho más de lo que muestra. ¿De qué "cosas" se está hablando, a las cuales nos referimos por medio de pedazos abstractos de grafías entrelazadas, significantes aislados?

Lo que pasa en ellos, en sí, no es importante, lo es la sensación de que la prosa lo contiene todo. El efecto que crea esta ebanistería tranquila, paciente, de la prosa es el de dar luz a esos huecos de la existencia, ese absurdo profundo que nos invadía cuando éramos jóvenes y teníamos menos armas -o menos cansancio- para entender. Lo que hace Rodríguez en estos libritos (que son, por utilizar una imagen enológica, "crianzas" que han envejecido muy bien, pero no precisamente por haber quedado inmóviles al fresco) es dar categoría filosófica a esos huecos. Un trabajo, una filigrana semántica y temporal que estamos más acostumbrados a encontrar en la poesía, pero que tiene grandes referentes en narrativa (pienso en Mario Levrero o en Natalia Ginzburg, por decir ejemplos que tengo fresquitos). No es que lo "cotidiano" entre aquí en categoría de nada, no es que ontológicamente se llene de "ser", puedo intuir que se trata de una materia cualquiera, como podría haber sido "el asesinato de Julio César" -y que hace involuntariamente de vehículo para otro tipo de cuestiones.

Sin embargo, en su germen está ese ardor que el escritor ha querido trascender a base de elaboración. Por eso pienso en la lectura gozosa y desprejuiciada de los años adolescentes. Pienso en el asombro constante. Y pienso en los abismos, en el sinsentido derrumbado que uno sentía en cada aspecto de su vida, la de verdad, y la muy acogedora y reconciliable sensación de protección, de perfección que deparaba una canción pop cuando no entendíamos nada de nada. ¿Capricho de reseñista? Santos que yo te pinte es un tema de Los Planetas, Rodríguez menciona A letter to Elise de The Cure en una de las notas finales, yo no puedo dejar de pensar en No hay nada como tú de Esclarecidos.

Así que me es fácil imaginarme a las muy afortunadas lectoras adolescentes del 2010 con estos libros en las manos -que bien pueden pedir como regalo al novio que pronto se les irá-. Si bien en el interior de estos cuentos sus personajes están desencontrados y ausentes (el mundo es así), cualquiera puede sucumbir a la belleza de las palabras, al "desdén de la grandilocuencia" inmanente en su prosa, a su condición insondable: traicioneras como son, las palabras en relatos como estos cuentan con espesor suficiente para rellenar vacíos. Algunos, al menos.

21 octubre 2010

Postales de otra Cádiz

Carne de gato

Miguel Ángel García Argüez

Paréntesis. Colección Umbral. 2010.

ISBN: 978-84-9919-114-0

236 páginas

13 euros


Daniel Ruiz García

Las pulsiones que sirven como encabezado para cada una de las cuatro partes de la nueva novela de Miguel Ángel García Argüez (hambre, sueño, frío y miedo) constituyen en sí mismas un perfecto resumen de los avatares que padecen los personajes que deambulan por sus páginas. Porque Carne de gato puede leerse como un tratado sobre supervivencia, en concreto sobre la supervivencia de un grupo de jóvenes que vive, ama, odia y padece en Cádiz, la ciudad milenaria tan manoseada en estos tiempos de efemérides y palabras mayúsculas pero que aquí adquiere otra dimensión. El dibujo de la Cádiz de Miguel Ángel García Argüez es una Cádiz hermosa pero nada señorial, se reconoce poco en esta postal bucólica de taza dorada bañada por el Atlántico que ejerce de cuna de Europa: más bien es un animal anciano que se lame las patas, una existencia enferma habitada por insectos que malviven a duras penas sin ningún tipo de esperanza más allá de la obtención de placer o la satisfacción de sus instintos básicos.

La juventud que García Argüez perfila en las páginas de esta novela mueve muy poco al optimismo. Parece que el escritor, que sabe bien de lo que habla –aparte de poeta y de artista musical, tiene una reconocida trayectoria como letrista en el Carnaval de Cádiz-, ha querido plantear un retrato humano como quien acerca la oreja a una conversación ajena: dejando que los personajes hablen entre sí, se desenvuelvan, casi a su libre albedrío. Aunque la trama no es ajena a algunos efectismos narrativos, al llegar al final del libro no hay conclusiones morales, los personajes no abrazan una meta, más allá del roce, de la búsqueda del cariño, el único antídoto contra la incertidumbre. “Ellos dos se abrazan con miedo”: es precisamente una de las últimas frases de la novela, que define bastante bien el tono general de Carne de gato.

García Argüez es poeta, y eso se nota en la forma de narrar. Porque aunque el estilo es bastante directo, con un predominio de la acción y, por tanto, del verbo (en muchos momentos se intuye cierta deuda con autores norteamericanos en la órbita del realismo sucio), en otras ocasiones hay momentos de gran vibración lírica, con imágenes de fuerte plasticidad en las que se reconoce la vocación poética del escritor. Este lirismo, en todo caso, está bastante bien dosificado, de forma que la lectura es sencilla, amena, agradable. A ello ayuda, asimismo, una capacidad innegable de oído, y una habilidad para el retrato de ambientes costumbristas sin llegar al apolillamiento y el olor a naftalina.

Se echan en falta en Cádiz voces como la de García Argüez. Voces capaces de plantear crónicas de una ciudad que retratan historias que extrañamente salen en las fotos, aunque son más comunes de lo que cualquiera puede pensar.

20 octubre 2010

Dónde la vida


El don de la vida

Fernando Vallejo

Alfaguara, 2010

ISBN: 978-84-204-0604-6

176 páginas

17 €



Alejandro Luque

Yo no creo, Fernando Vallejo, que todo sea una mierda. La intelectualidad española es pródiga en tipos que se pasan la vida rajando a troche y moche, maldiciendo, rezongando, buscando la complicidad del ciudadano cabreado. Los tiempos también son propicios para ello, es cierto. Pero no los soporto. Decía Luis García Montero que lo más difícil es llegar a una edad evitando ser o un cínico o un cascarrabias. A ellos les adornan ambas cualidades. Siempre tendrán su público, pero conmigo que no cuenten.

¿Por qué entonces, toca preguntarse, me gustan tanto tus libros? ¿Por qué he ido persiguiéndolos uno a uno, por qué he saludado con tanta alegría la salida de cada nuevo título? Al principio pensaba que era por el idioma. En medio de tanta baratija como apartamos cada día, encontrarse una narrativa como la tuya provoca un estremecimiento de placer. Es tal la fuerza, la riqueza que hay en lo que escribes, que uno va de la primera a la última línea como a lomos de un torrente furioso, cuyo manantial original no puede estar sino en nuestro Siglo de Oro, en aquel subidón de bendita fiebre que pilló el castellano con los bacilos de Góngora y Quevedo. Toda la poesía que tú has bebido, barricas y barricas, has tenido la delicadeza de digerirla y asimilarla, y no regurgitarla en ripios indecentes como hace la mayoría.

En esa tradición aúrea están también entreverados el humor y la mala leche. Y tú, Fernando Vallejo, manejas esa alquimia como un brujo. El espanto y la carcajada se suceden en tus libros como en una rueda demoníaca. No hay principio ni fin, es todo un girar en el torbellino de tus palabras, dejarse llevar por tus ocurrencias. Es más, he llegado a pensar que, en lo que respecta a tus novelas (dejo a un lado tus portentosas biografías y tus rarezas) no has hecho otra cosa que escribir el mismo libro. Poner a parir a los presidentes colombianos. Acordarte de tu perra Bruja y de tu abuela Raquel. Poner a parir a Octavio Paz. Poner a parir a la Iglesia y sus papas, especialmente a Wojtyla. Confirmar tu amor por los animales y tu odio por la raza humana, hasta abrazar el maltusianismo de vía rápida. Poner a parir a las azafatas de Air France. Poner a parir a la España que conquistó América. Proclamar a los cuatro vientos tus apetitos sodomitas y tu debilidad por los jovencitos. Remitirte a tus libros anteriores. Mostrar una absoluta despreocupación ante la idea de la muerte.

Sin embargo, en este libro he entendido una clave que se me escapaba. Un elemento sin el cual podrías parecer, como pareces, uno de esos 'destroyer' de barra de bar de los que hablaba antes, por más que escribas veinte veces mejor que todos ellos juntos. En este libro, que abandona el monólogo incontinente para plantear un diálogo igual de desaforado –diálogo con el compadre impersonal, diálogo con uno mismo– vuelves a incurrir en todos tus tics, sin olvidar el deleitoso repaso de los muertos conocidos, y que consignas puntualmente en tu libreta.

Pero aquí, digo, he entendido que esta obra unitaria y esencial sólo puede ser el producto de un enorme amor por la vida, como insinúa ambiguamente el título. Por eso crees que no hay peor enemigo que el propio hombre, al que detestas por cruel y por inválido para el disfrute; por eso adoras a las mascotas, que son la vida sosegada, ajena al círculo de las predaciones. Por eso exaltas el sexo, y condenas a ese Vaticano hipócrita y represivo. Por eso defiendes la memoria, de las personas, las cosas y los lugares, como la última luz que nos calienta cuando todo va siendo engullido por las tinieblas. Por eso, además del habitual capón a Octavio Paz –ya me gustaría saber qué cuenta pendiente tenéis– esta vez también cata “el güevón” de Borges: porque encarna al intelectual desentendido de la vida, enroscado como una larva sin color ni sabor en el refugio de la biblioteca. Por eso atacas el corsé de la corrección política. Por eso abominas de la fertilidad en la miseria, que es una condena de nacimiento.

Por eso también atacas a la masa alienada, desalmada: “Basura. Zumban y zumban sin parar estos bípedos pensantes. Ahí van, prisioneros de sí mismos como zombis pataleando en sus pantanos mentales, en esas arenas movedizas que se los están tragando instante por instante por instante y que llaman alma. ¡Cuál alma!”

Todo esto lo disfrazas, Fernando Vallejo, de rabia contra la vida, y todo quisque pica el anzuelo, cuando en realidad se trata de un grito desesperado, un alarido de impotencia y de indignación ante el inexorable avance de las sombras. Algo de ese arte de oponer una muralla de palabras a la marea negra de la muerte, de hablar de ella compulsivamente como un modo de conjurarla, y de amar más allá de esa cita, está ya en el XVII español. Tú lo sirves, puesto al día, con el envoltorio de la provocación, la irreverencia, la iconoclastia, la sublevación. Hasta parecer lo que no es.

19 octubre 2010

Desde la capital del dolor



Tiempo de vida

Marcos Giralt Torrente

Anagrama. Colección "Narrativas Hispánicas"

ISBN: 978-84-339-7211-8

208 páginas

17 €




Daniel Ruiz García

Resulta irónico que Marcos Giralt Torrente haya alumbrado el que probablemente sea su mejor libro hasta la fecha partiendo precisamente de la duda. Duda hacia el propio acto de escribir, duda sobre cómo plantear y ordenar la propia realidad para transformarla en hecho narrado, duda sobre sus propios sentimientos como hijo y hacia su padre. Es un libro que parte de una gran pregunta: cómo acercarse, por la vía narrativa, a la crónica de la enfermedad, la muerte y posterior acto de duelo de su propio padre. La contestación a esa pregunta recorre transversalmente toda la novela, de forma que al final Tiempo de vida es un libro que se centra en dos temas fundamentales: la relación de un hijo con su padre, marcada por desavenencias, tensiones y finalmente, la muerte; y el proceso de escritura de una realidad dolorosa como la pérdida de un familiar y su transformación en hecho narrativo.

La duda es un elemento omnipresente en la narración, con un peso tan fuerte que incluso obliga a la voz narrativa, que es la del propio Giralt Torrente, al posicionamiento moral. Este posicionamiento es el de la honestidad. Pocas veces he leído de forma tan cristalina una voz narrativa que suene tan sincera y honesta como la de Giralt Torrente. Como forma de disipación de todas sus dudas, a la manera de un sortilegio, está empeñado en contar la verdad. Una verdad que, reconoce, siempre es subjetiva. La única forma de doblegar ese subjetivismo es mediante la descripción de hechos. Descripción de hechos, narración, que en algunos casos llega a un laconismo casi telegráfico, aunque no por ello menos descarnado. El material de partida es muy delicado: con su padre muerto, a Marcos Giralt Torrente le guía la obsesión por narrar, desde la fundación de sus propios recuerdos, su relación con su padre, atravesada por momentos de abandono, de resentimientos mutuos y, finalmente, de reconciliación, de una entrega innegociable, que es la que preside el ingreso del padre en la estación de la enfermedad y más tarde de la muerte.

Hay momentos de gran intensidad sentimental, aunque se percibe cierta intención latente de evitar siempre la sensiblería, de forma que el estilo lacónico frena cualquier tentativa de alarde lírico, conteniendo la narración dentro de las fronteras de los hechos narrados, de la crónica cotidiana y muchas veces mundana de la relación entre padre e hijo.

En un gesto que incluso resulta conmovedor, al comienzo del libro, Marcos Giralt Torrente dedica varias páginas a describir las lecturas que, en todo el tiempo de preparación de su novela, ha llevado a cabo de obras que, de una manera u otra, abordan la cuestión de las relaciones entre padres e hijos y los procesos de duelo. Quiere documentarse bien, nos dice, para tener una idea personal sobre de qué manera debe abordar narrativamente la crónica de su relación con su padre. Al cerrar el libro, uno tiene la contundente sensación de que ha conseguido lo que perseguía, porque la impresión que nos deja Tiempo de vida es la de una obra sensible, directa, a un tiempo dura y llena de vitalidad, de nervio, incluso de rabia, que se acerca con pericia al siempre difícil terreno de las relaciones paternofiliales. Giralt Torrente transforma así sus dudas en literatura de gran altura, demostrando que es posible extraer belleza del dolor, incluso del más íntimo y profundo.

18 octubre 2010

Viaje metapoético

Trenes de Europa

José Martínez Ros

Fundación José Manuel Lara, 2010

ISBN: 978-84-96824-68-3

82 páginas

11,90 euros


Juan Carlos Sierra

Empezamos el viaje que propone José Martínez Ros en su último libro como cómplices de un trayecto por Europa de una pareja que, según se afirma en el primer poema –que lleva el título del conjunto del poemario-, pretende olvidar el pasado, el mundo “del que hemos aprendido a abjurar”, para descubrirse sin las facturas y las deudas de lo que se deja atrás en un futuro incierto, inconsistente. El traqueteo del tren –y las turbulencias de algún que otro avión- nos conduce a través de la noche hacia París, unos poemas después al territorio poético de Hölderlin, a la Grecia mitológica y, finalmente, a Varsovia.

Se podría decir que la primera parte del libro "Paisajes de Occidente" se deja leer sin mayores problemas bajo estas claves sencillas, tradicionales, aunque aquí y allá existen señales que deslizan estos parámetros de interpretación.

Llegados al final de "Paisajes de Occidente", al lector le cabe esperar que los paisajes urbanos se vayan transformando en paisajes del alma, que el recorrido por esta Europa física y lírica nos conduzca a la inmersión en su historia o a la introspección en la historia de los personajes poéticos. Si fuera así, se ofrecen dos alternativas: o que el libro caiga en manos de las agencias de viajes y sus guías y, por consiguiente, pierda todo interés o que, por el contrario, el paisaje europeo se convierta en excusa para profundizar en la búsqueda iniciada por la pareja viajera en los poemas de esta sección. En cualquiera de los dos casos, la sorpresa se guarda bajo cuatro llaves, cautiva del bagaje lector de quien se acerque a los versos de Trenes de Europa.


Lo que despierta el entusiasmo del lector, una vez superada la perplejidad y desveladas las nuevas claves interpretativas, es que las vías por las que va a circular a partir de ‘En la zona’ –la segunda parte del libro de Martínez Ros- entrecruzan la tradición y la modernidad –o la posmodernidad-; el lector ha de cruzar varios pasos a nivel sin barrera con la precaución de no acabar aplastado por las expectativas que sus hábitos lectores le puedan crear, va a tener que cambiar de vagón constantemente: de los del antiguo TALGO a los del moderno AVE.

"En la zona" contiene uno de los mejores poemas de Trenes de Europa, "La decadencia en Varsovia". De hecho, se trata del texto que articula el libro de Martínez Ros. A partir de él saltamos de un vagón a otro o viajamos en ambos al mismo tiempo. A partir de él empezamos a entender que Bécquer viaja con nosotros, que toda la tradición de la modernidad ha comprado su billete de ida hacia Varsovia o desde Varsovia hasta el final del viaje europeo. “Poesía eres tú” escribía Bécquer en una de su rimas más famosas allá por la segunda mitad del siglo XIX y lo explicaba en prosa en sus Cartas literarias a una mujer. Efectivamente, la poesía es la mujer y viceversa; y se puede escribir sobre la mujer, pero realmente se está hablando de poesía, como hizo en su "Rima XI" el poeta sevillano.

Pues, bien, algo así es lo que plantea y ejecuta Martínez Ros a partir de la segunda parte de sus Trenes de Europa y, muy particularmente a partir del magnífico poema "La decadencia en Varsovia". Por lo tanto, las claves interpretativas del texto cambian y el grueso del libro comienza a construir un nuevo discurso, que revisa lo hasta entonces leído y que nos conducirá por un ancho de vía diferente, que nos sentará en el vagón del AVE más moderno, lo que no quiere decir, en este caso, más cómodo y rápido.

Ya no se trata, como tradicionalmente se ha hecho en poesía, de asomarse a los abismos del sujeto, de construir una nueva identidad que, emulando la "Ítaca" de Kavafis, se fragua en el trayecto. Martínez Ros salta sobre estos lugares poéticos comunes para plantearse su propia identidad como poeta, para indagar en la palabra poética, para construirse desde la poesía, fuerza creadora no solo del sujeto que escribe, sino del mundo que habita.

Como se ha apuntado anteriormente, no vamos a viajar a partir de aquí en la primera clase del primer mundo –acomodaticio, hedonista, ultratecnológico-, sino que aquí y allá la diosa, es decir, la poesía, nos va a revelar a sus particulares Dr. Jekyll y Mr. Hyde, porque la poesía, como el amor, puede convertirse en tabla de salvación ante un mundo que se ha desmoronado y del que solo queda olvido, pero también "contamina" la quietud, estrangula la dicha, pone a prueba a quien la invita y la invoca. Como las olas, nos mueve entre la dicha y el infierno, el placer y el dolor; o como queda escrito en "Arcadia", el poema que comparte título con la tercera parte del libro, “puede unir el deseo y la locura”.

Viajeros al tren. Compren su billete metapoético de ida y vuelta. El trayecto merece la pena.

15 octubre 2010

Pero sigue siendo el Rey


Cracovia sin ti

Carlos Salem

Imagine Ediciones, 2010.

ISBN: 978-84-96715-36-3

221 páginas

15 €

Premio Seseña de Novela Romántica 2010



Fran G. Matute

Nunca he sido fan de lo romántico aunque reconozco que es más fácil sucumbir a sus encantos en formato escrito que en formato audiovisual. También hay que decir que si por novela romántica entendemos Cumbres borrascosas (Emily Brönte, 1847) o El amante de Lady Chatterley (D. H. Lawrence, 1928), entonces sí que me mola. Pero lo que de verdad me impulsó a leer Cracovia sin ti no fue el género sino el autor.

Empecemos reconociendo que de Carlos Salem sí soy fan. He leído todas sus novelas, desde aquel debut esplendoroso - Camino de ida (2007) - que nos descubrió al escritor y su peculiar visión de la novela negra, pasando por Matar y guardar la ropa (2008) y Pero sigo siendo el Rey (2009), en la que incorporaba a nuestro monarca favorito como un personaje esencial de la trama. Salem, decíamos, es ya un reconocido maestro de la actual novela negra. Pero también es argentino y se le presupone labia para el amor. Así que me apetecía mucho ver qué era capaz de facturar, literariamente hablando, bajo el caparazón de una novela romántica.

Efectivamente, Cracovia sin ti no es la típica novelita rosa al uso, así que vade retro los seguidores de Rosamunde Pilcher. Amor hay, sí. A raudales. Pero a modo de coitus interruptus. Porque también hay mucho de negrura. Dobles identidades, bares sórdidos, magos sin poderes y hasta un gran fraude corporativo. También hay personajes que recuerdan al Patrick Bateman de American Psycho (1991) - sólo que aquí se llama Borja -. Y gatos. Gatos que corretean por los tejados de Madrid y que son testigos de las miserias, inseguridades y sueños rotos de Daniel y Daniela, nuestros tortolitos. Dos almas gemelas equidistantes que interpretan a la perfección la fábula de la cigarra y la hormiga a lo largo de las cuatro estaciones.

Y para colmo hay premio para nosotros, los fans acérrimos del argentino, con cameo del detective Arregui (el protagonista de su última novela), que terminará cobrando protagonismo al final de la historia. Quiero decir con lo anterior que Cracovia sin ti encaja perfectamente con el "body of work" que Salem viene construyendo de unos años a esta parte. Menos negra que las anteriores, más centrada en los personajes, pero en nuestra humilde opinión sigue siendo puro "pulp", puro Salem. Y es que como se decía en Casablanca (Michael Curtiz, 1942), “es fácil comprender que los problemas de tres pequeños seres no cuentan nada en este loco mundo”, y añadimos, en el mundo de Carlos Salem.


P.D.: Casualidades del destino, ese que recorre todas sus novelas. Anoche conocí a Carlos. En Sevilla. Me firmó un libro. Un gran tipo. Un abrazo.

14 octubre 2010

Paciente laberinto de líneas

Nueva York trazo a trazo

Robinson

Electa, 2010

ISBN. 9788481564785

70 páginas

24, 90 euros




Alejandro Luque

Conozco a detractores de Londres, de Roma y de Tokio, pero no sé de nadie a quien no le guste Nueva York. A quienes he oído afirmar tal cosa se les dibuja al momento una arruga en el entrecejo que delata la mentira: o no la han visitado, o sí lo han hecho y la aman secretamente. Durante siglos fue París el paradigma de la ciudad, perdón, de la Ciudad, hasta que en el siglo XX la superó Nueva York en casi todo, principalmente en desmesura, en vitalidad y en fotogenia.

Me atrevería a decir que no hay ciudad más retratada, más filmada, más cantada y que haya hecho correr más ríos de tinta. Incluso si usted, hipócrita lector, no ha pisado nunca la Quinta Avenida o recorrido las interminables tripas del metro neoyorkino, sin saberlo su cabeza ha pasado más tiempo allí que en otros lugares más cercanos: lleva toda la vida viendo y oyendo hablar de la dichosa Nueva York.

Paul Morand, que escribió tal vez su mejor libro hablando de esta urbe, aseguraba que la madre Europa había enviado a Nueva York a los hijos a los que quería castigar, como si se tratara de un cuarto oscuro, y resultó ser la alacena de los dulces. “Nueva York no es joven”, aseveraba. “Es más vieja que San Petersburgo. Su aventura será la nuestra”. André Maurois quitaba importancia a su desproporcionado crecimiento, y aseguraba que no hay en ella distancia útil que no pueda cubrirse a pie.

Brendan Behan y Alfred Kazin contaron la ciudad desde dentro con ojos de emigrante, uno desde el prisma del irlandés y otro desde el del judío ruso, y ambos son subyugantes. Para E. B. White, el secreto de Nueva York es su capacidad de integrar a cientos de miles de habitantes sin infligirles la humillación que es costumbre en las grandes capitales, fundiendo “el don de la intimidad con la euforia de la participación”.

Echo mano de toda esta palabrería para referirme a un libro mudo. Miento: a un libro sin palabras, porque este Nueva York trazo a trazo es un maravilloso álbum de dibujos que tienen a la ciudad como modelo inagotable. Su autor, Robinson, pseudónimo del alemán Werner Kruse, se hizo famoso primero por dibujar paso a paso el Muro de Berlín. Pero muy pronto su amor por el detalle le llevaría a abordar ambiciosos proyectos en Tokio, París y Moscú. Tarde o temprano tenía que tocarle a Nueva York.

Desde Wall Street a Broadway es el subtítulo de este volumen que revela, con una mirada tan meticulosa como audaz, no sólo la formidable acumulación de líneas rectas que dibujan los rascacielos, sino también el ambiente de los garitos del Village en los años 60, el incesante ir y venir de los transeúntes en Grand Central Station, los interiores del MoMA cuando acogían El Guernica de Picasso, los palcos del Metropolitan Opera House y hasta la ventana del apartamento de John Lennon.

Lo más emocionante de este trabajo de chinos es comprobar cómo, en plena era de la popularización de la fotografía, Robinson reivindica el dibujo como un arte irremplazable, ya sea imprimiendo su personalidad en cada uno de sus trazos, ya sea poniendo en práctica lo que él llamó visión de rayos X, esa licencia para seccionar espacios y poder mostrar todos los planos del más hermoso hormiguero conocido.

Nueva York acapara su legítimo protagonismo, pero el artista no queda disuelto en la empresa. Como aquel personaje de Borges empeñado en dibujar el mundo, uno siente que “el paciente laberinto de líneas” compone la imagen de su cara.

13 octubre 2010

Cambio de piel


El invierno de Frankie Machine

Don Winslow

Martínez Roca, 2010

ISBN: 9788427036437

416 páginas

18,90 €

Traducción de Alejandra Devoto



Alejandro Luque

Hay historias que la literatura y el cine nos han contado una y otra vez, y sin embargo, por algún motivo, no nos cansamos de escuchar. Una de ellas es el consabido drama del malhechor que lucha por redimirse y empezar de nuevo lejos del delito, pero al que sus turbios antecedentes arrastran de un modo irremediable. Desde la saga de El Padrino hasta Atrapado por su pasado, e incluso Kill Bill, existen docenas de variantes sobre la misma idea: la imposibilidad de hacerle un regate al propio destino y de cambiar de vida.

También incurre en ella el estadounidense Don Winslow (Nueva York, 1953), un autor que en plena epidemia de novela negra nórdica lleva a los anaqueles de novedades una auténtica rareza: un policiaco americano a la antigua usanza, con gánsteres fieles al estereotipo, puños y pistolas, automóviles veloces y grandes ciudades como telón de fondo. Puede que por todo ello El invierno de Frank Machine vaya a ser adaptada en breve al cine, bajo la dirección de Michael Mann y con Robert de Niro, nada menos, en el papel protagonista.

El personaje central de esta historia es el italoamericano Frank Machianno, un sencillo vendedor de cebos de pesca y aparejos que llora escuchando las óperas de Puccini, cocina como una abuela y, a sus sesenta y tantos años, todavía se muestra como un amante más que solvente con Donna, su compañera sentimental. Su mayor orgullo es su hija Jill, fruto de su primer matrimonio, a la que sueña ver convertida en doctora.

Su discurso suele acompañarse de un latiguillo recurrente: “¡Qué trabajo me da ser yo!” Sin embargo, muy pronto el lector va a comprobar que lo realmente difícil para él es ser lo que nunca ha sido: un honesto ciudadano corriente. De hecho, Frank ha ejercido durante años como gánster, tan feroz e implacable que acabó siendo apodado Machine,o sea, “la Máquina”. Sin quererlo, se verá involucrado en una compleja trama después de recibir la visita del hijo de un conocido mafioso venido a menos. El cachorro de hampón le pide un favor que resulta ser una trampa: alguien, por algún extraño motivo, quiere acabar con Frank Machine, pero sólo consigue despertar a la fiera aletargada que lleva dentro.

A partir de este momento, la historia se desarrolla en clave de acción trepidante, con continuos saltos del pasado al presente, de modo que el misterio se va desovillando al mismo tiempo que se revela con detalle cómo fue la carrera delictiva del protagonista, con una impagable guerra por el control de los clubes de striptease como ojo del huracán. La peripecia de Machine también va de la ciudad de San Diego, donde trataba de rehacer su vida, al valle de San Fernando, en Los Ángeles -conocido como San Pornando por ser algo así como el Hollywood del cine para adultos-, pasando por Las Vegas o Detroit, cada una con sus mafiosos específicos y sus distintos grados de corrupción institucional.

Lo peor de la novela es, sin duda, la cursilería de las escenas eróticas, por fortuna escasas. Lo mejor, el hecho de que se trata de una novela muy cinematográfica, enormemente visual, cuyos personajes citan y guiñan continuamente a clásicos de la literatura negrocriminal, desde el Sam Spade de Hammett a frases textuales de El Padrino. Tienen, en este sentido, algo de Los Soprano y de Una terapia peligrosa: ese juego con el lugar común y esa inclinación por la autoparodia, aunque nunca abandone un registro más o menos serio. Los amantes del género la disfrutarán, pero hay motivos para sospechar que en la pantalla grande funcionará aún mejor.


[Publicado en la revista Mercurio]

12 octubre 2010

La Revolución, ahora

Las chicas terribles

Pablo Vázquez

Pre-Textos, 2010

ISBN: 9788492913237

160 páginas.

13 euros





José Martínez Ros

De todas las revoluciones acontecidas en el siglo XX, la más exitosa ha sido, sin duda, la feminista. Ese terremoto que ha terminado por abatir la tenebrosa tradición patriarcal de Occidente –y que continúa expandiéndose hacia otras partes del planeta, pese a todas las resistencias- ha tenido también sus consecuencias en el ámbito cultural: entre las más recientes, el auge de una narrativa militantemente femenina que pretende desde las pantallas o la literatura ofrecer una visión del mundo que había sido negada, con raras excepciones, durante milenios. Por supuesto, los resultados han sido muy dispares, y van desde El cuaderno dorado de Doris Lessing, la pintura de Frida Kahlo y las obras de teatro de Caryl Churchill hasta Maruja Torres y Almudena Grandes y la última o penúltima ganadora del Planeta, es decir, del cielo al infierno. Pero, en el otro lado de la trinchera (si aceptamos el viejo tópico de la guerra de sexos o la reinterpretación que de él hizo Lessing, al afirmar que hombres y mujeres somos, en realidad, dos especies distintas condenadas a habitar el mismo mundo y empujadas inútilmente el uno hacia el otro por su mutua soledad), también ha habido consecuencias. Un cambio tan enorme ha provocado, al tiempo, el derrumbe de muchos modelos de hombre y el surgimiento de otros, un proceso quizá más opaco, pero no menos real. Y es algo que se percibe con claridad en esta obra de Pablo Vázquez, Las chicas terribles, Premio Internacional de Cuentos “Manuel Llano” 2009.

Este libro de relatos es, como su mismo título indica, un recorrido por distintos retratos de mujer, filtrados a menudo por una mente masculina, pero sin dejar por eso de llevar la voz cantante: son ellas las que mueven la acción, mientras que los hombres que aparecen son sus víctimas, adoradores o ambas cosas al tiempo. Incluso cuando ellas aparecen en primera persona, como narradoras –como en Las perfectas secretarias o Genoveva Mix- resulta perceptible su construcción a base de clichés de origen cinematográfico, televisivo o de subgéneros menores (terror, novela rosa). Las mujeres de Pablo Vázquez son visiones de mujeres desde una óptica masculina deformada por los medios y el cine y que ya, sin embargo, no tiene nada que ver con los viejos prototipos; son mujeres contempladas por hombres que carecen incluso de autoridad sobre sus propios sentimientos. Eso explica el constante uso del humor, la perspectiva irónica: es una pantalla que los separa de un mundo amenazador.

Por supuesto, no todos los cuentos están igualmente logrados y a veces su prosa parece recargada en exceso, como si el autor tuviera muchas cosas que decir y muy pocas páginas para hacerlo, un barroquismo que se suele confundir a menudo en este país con la buena escritura o la tensión narrativa, y tal vez debamos demandar al autor una mayor ambición en las siguientes entregas. No obstante, ningún defecto consigue empañar esta certidumbre: he aquí un auténtico escritor.

11 octubre 2010

Novela de amor

Los millones

Santiago Lorenzo

Libros Mondo Brutto, 2010

ISBN: 978-84-613-8899-8

212 páginas

16 €




Carolina León

El lector, a estas alturas del trayecto, está ya contento con que se le citen unas cuantas referencias reconocibles, se le expliquen peripecias ajenas más o menos aventureras y, a ser posible, se le presenten moldes vitales que produzcan, de acuerdo a los cánones contemporáneos, una sana admiración. El lector de estas primeras décadas de siglo conoce los trucos de la ficción, los acepta y asume, y entiende que es habitual que los narradores nos expliquen sus temas con mucha teoría y desde lejos, sin salpicarse apenas de las circunstancias en las que hacen aparecer a sus personajes. Un poco al cabo de la calle, los lectores buscamos ser engañados pero entendemos que ya desapareció para siempre la identificación del narrador con sus protagonistas, la entrega incondicional a sus peripecias.

Habituados a la retórica, los juegos intelectuales y la desazón formal de la narrativa post-moderna, los lectores de hoy nos hemos hecho el cuerpo a enredarnos en fabulaciones sin peso, construidas desde su propio descrédito, con narradores sabihondillos que siempre se guardan un as en la manga y aventuran dislocaciones, giros, remates de cabeza y patadas con el envés de la pantorrilla, con el fin de sorprendernos y hacernos sonrojar una vez más por nuestra crédula condición. Así, el efecto residual de tanta autoconsciencia es que el lector termina por poner una distancia con el relato aún mayor de la que puso el narrador. Hemos aprendido a leer no por medio de bonitos anteojos decimonónicos, sino provistos de telescopios de largo alcance.

Es por este motivo, porque no se corresponde con el modelo de narración contemporánea descreída, que el libro de Santiago Lorenzo nos sorprende unas cuantas veces más. “Una novela de las de antes”, reza la promoción de su editorial, y casi nos gustaría reescribir ese eslogan: “Una novela de amor de las de antes”.

Ahora, déjenme explicar que se trata de un libro divertido, emocionante y moralista a partes iguales. Un libro que descorre una cortina (la vida de la segunda mitad de los ochenta en la capital de España) y enseña su interior sin escrúpulo, aquello no amable, no hedonista, no victorioso que pasaba en las vidas de personas normales.

Si hablo del amor, no me refiero aquí a que en sus páginas haya una historia de amor entre personas de papel -que la hay-. Hablo de que Lorenzo -cineasta antes, director de las cintas «Mamá es boba» y «Un buen día lo tiene cualquiera»- ha escrito este libro como si no existiera toda esa corriente de cinismo, o cansancio, posmoderno, que no nos deja empatizar con el objeto al cual le dedicamos las dos mil horas necesarias para la confección de cualquier proyecto de cierta envergadura. Y no es que el autor no utilice las inevitables fronteras interpuestas en toda ficción, no conozca los mecanismos de empatía y curiosidad de los lectores, o no sepa de la obsesión por la forma que medra en la narrativa más actual. El autor toma esos elementos y los explota en su terreno. Las fronteras de la ficción están aquí señalizadas de la forma más clásica: con un narrador en tercera persona, un personaje puesto en la mira y seguido en sus más miserables movimientos, una narración que se bifurca y cuyas ramas se encuentran en algún punto... Y con la ayuda de esa vieja herramienta, el humor, dispone el fluido narrativo para que entremos en el juego, nos sintamos hermanos y pareja del sufrido protagonista, Francisco, de esta aventura de millones de pesetas inalcanzables.

Y también, en Los millones, hay forma, una hermosa forma oval y cerrada, cardinal y determinista como la de una maqueta a escala de tren.

Este es el motivo de que a mitad de lectura estemos deponiendo las armas de “listillos” y rindiéndonos, estremecidos y conmovidos como antiguos oyentes de relatos orales, como aficionados a las radionovelas, como espectadores del primer cinematógrafo. El autor no ha necesitado jugar con nosotros. Ha montado un libro fantástico con un personaje miserable, solvente y querible, sin preocuparse de si tenía o no distancia suficiente para jugar a las marionetas con él. Lo ha presentado solo, amedrentado por su necesidad de anonimato, hurgándose los bolsillos por monedas y contabilizando hasta la última peseta que dispendia, para después embarcarlo (y embarcarnos) en una montaña rusa de aventuras, tan terrenales y poco milagrosas como sus circunstancias anteriores. Y lo ha hecho sin preocuparse de si generaba o no el efecto de curiosidad que buscaba, porque en cierto momento de la novela el autor estaba pasándoselo demasiado bien con el cuento. Compenetrado con él, rematando una novela de amor que lo es no porque existan circunstancias y situaciones propias de lo romántico, sino porque él mismo estaba enamorado de su relato. Lo narra, lo transmite, lo cuenta con desnudez, con lenguaje sólido, oral, coetáneo, con gracia, con energía y humor -esa forma de distancia-, pero al mismo tiempo con platónico enamoramiento del narrador con su obra.

08 octubre 2010

Jean, el griego

El viaje de Grecia

Jean Moréas

Pre-Textos, 2010

ISBN: 978-84-92913-57-2
128 pág.

12,50 euros.
Prólogo, traducción y notas de Javier Vela.

Alejandro Luque

Hermoso libro éste, por fuera –como es vieja costumbre en el sello Pre-Textos– y por dentro. Pero no se trata de la hermosura de las obras cerradas, en las que no parece faltar ni sobrar una coma, sino de la seducción de lo escrito casi a vuelapluma, como si a pesar de los decenios transcurridos -un siglo largo- la tinta siguiera fresca. Al parecer, cuando vio la luz por primera vez en Éditions de la Plume, podía leerse en sus primeras páginas esta advertencia: “Esta edición jamás será reimpresa”. Esta ambición sería por suerte traicionada mucho después por Transbordeurs, y ahora se hace accesible por primera vez en español.
Antes de abordar la obra, hablemos un momento de su autor: Jean Moréas, pseudónimo de Ioannis Papadiamantopoulos (Atenas, 1856-París, 1910), fue escritor afrancesado y crítico de cine, pionero del simbolismo y posteriormente fundador de la llamada Escuela Románica, para acabar entregado con armas y bagajes al clasicismo decadentista. Podría decirse que es un puente entre Verlaine, que ejerció sobre él notable influencia junto con Baudelaire, y Valéry. Algún dibujo y alguna fotografía lo representan con rostro orondo bajo el bombín, monóculo y mostacho frondoso, con las puntas curvadas hacia arriba: la imagen del hombre del XIX que, como Chesterton o Twain, ya ha puesto un pie en la modernidad.
El contexto de El viaje de Grecia es el del largo proceso de emancipación del dominio turco por parte de la República Helénica. Hace mucho que Byron ha encontrado su fin en las ciénagas de Missolonghi, pero todavía se libraban combates para liberar Tesalia o el Epiro. Y he aquí que el elegante Moréas, sombra familiar de los cafés parisinos, agitador de la Rive Gauche, siente la llamada del terruño y escribe con el corazón y la memoria este delicioso cuaderno.
Digo cuaderno, y no libro, porque tal es lo que sugiere su carácter misceláneo y la brevedad de muchos de sus pasajes. Ésa es su limitación, y también su encanto. En sus páginas cabe todo, el diálogo, la cita, la ocurrencia, la reflexión, la traducción, el relato, bajo un único elemento común: ese viaje griego al que remite el título, y que se desarrolla en dos direcciones: el inevitable horizonte que supone la independencia del imperio otomano y ese camino hacia atrás que el pueblo deberá emprender para reconocerse en sus más arraigadas señas de identidad, léase el esplendor de la Grecia clásica.
El texto, trufado de claves –la mayoría despejadas gracias a la intensa tarea de anotación, por momentos abrumadora, del traductor Javier Vela- describe escenas soldadescas de gran intensidad (“He visto las manos de las mujeres más hermosas pincharse al coser para los soldados”) como recreaciones mitológicas, versos propios junto a otros traducidos de Kostis Palamas, Miltos Malakassis o Andréas Kalvos, evocaciones de niñez, consideraciones sobre la lengua o bellos apuntes sobre los ríos de Europa...
Dispersión y ligereza, ese aire de tarea inacabada, trabajan en este caso a favor de la lectura, al menos como metáfora: todo seguía estando por hacer en la misión de refundar la patria: tarea en la que resultaba tan crucial ganarle las fronteras al turco como salvar del olvido a Sócrates o Platón, y en la que tanto valor tenía empuñar el fusil como la pluma desde las orillas del Sena.

07 octubre 2010

Alta fidelidad (etílica)


Abluciones

Patrick deWitt

Libros del Silencio, 2010. Colección Miradas.

ISBN: 978-84-937856-3-5

Nº de páginas: 216

16 €

Traducción de Javier Calvo



Fran G. Matute

Imaginad que Nick Hornby hubiese nacido en Canadá. E imaginad también que el protagonista de Alta fidelidad (1995) fuera, en lugar del dueño de una tienda de discos en Londres, un camarero de un bar de Hollywood. ¿Lo tenéis? Pues algo así es Abluciones (2010) de Patrick deWitt.

Habla de sus clientes como si fuesen espejos de lo que ocurre más allá de la barra que conforma su oficina. Pero a veces olvida que la gente se esconde en la penumbra de ese cuchitril al que llama centro de trabajo para poder ser alguien distinto al que fue, es o será a la luz del sol californiano. Sus clientes son todos unos embusteros y no se trata de mentiras piadosas. Pero necesitan modificar sus vidas y glorificarlas para ser mejores, para parecer interesantes, para sentirse vivos.

Habla de cómo su vida tiene más de sacerdote que purga los pecados que de mero proveedor de bebidas alcohólicas. Habla de cómo se puede sobrevivir en la jungla de asfalto. Habla de cómo lidiar con los perdedores (actores infantiles que perdieron su estrella hace mucho, colgados sin oficio ni beneficio, bebedores compulsivos, agarrados o espléndidos con las propinas…). Y también habla de Ignacio (no os perdáis su anécdota, simplemente hilarante). Todos son víctimas de Hollywood. Y en esto, Abluciones tiene muchas reminiscencias de F. Scott Fitzgerald, Horace McCoy o Nathanael West.

Habla de sí mismo, de sus caóticas relaciones sexuales. De una vida sin control. De cómo un camarero termina mimetizado con su clientela, esa a la que llega a amar, odiar y compadecer (a veces, todo al mismo tiempo). Habla también de un viaje iniciático. De esos que los americanos hacen de vez en cuando. Las Vegas. El cañón del Colorado. Pero allí no parece que estén las respuestas. Habla también de un rodeo en el que conoce a gente extraña. Y empieza a echar de menos a su clientela. Habla de la vuelta al trabajo y de cómo la experiencia le ha cambiado. Sin duda, no ha conseguido para nada ser mejor persona. Vuelve a su restaurante, el único lugar del mundo que tiene sentido para él.

Y todo lo que habla lo hace con una frescura inusitada para un debutante. Con picardía, con sabiduría, con inteligencia. No necesita recurrir a los viejos clichés literarios de las cosas del alcohol. Sí, hay vomiteras, jaquecas, polvos no buscados en un almacén, esquinas sórdidas, muchas visitas al tigre, vidas echadas a perder por el whisky, resacas matutinas, bla bla bla… Pero también hay personas bajo el microscopio que forma el culo del vaso, que no sólo se tambalean y balbucean.

Echad unas gotitas de Hunter S. Thompson, dos rodajas del citado Hornby, un refrescante sentido del humor y un oído para el pecado. Así ha conseguido Patrick deWitt fabricar el cocktail literario perfecto. Abluciones es una joya para tomarla a sorbitos. Un debut que se disfruta como el primer Citadelle, con tónica y dos de hielo, por favor.

06 octubre 2010

El último poeta de rosa y espada

Poesía esencial

Miguel Hernández

Alianza Literaria, 2010

ISBN: 978-84-206-5169-9

368 páginas

18 euros

Edición de Jorge Urrutia a partir
de la realizada con Leopoldo de Luis
para la Obra poética completa



Jesús Cotta

Las Obras Completas son para los devotos, como yo, que quieren conocer del poeta incluso esos poemas adolescentes o publicados con apresuramiento juvenil que luego uno lamenta. Las Obras Completas son para los que estamos tan interesados en un autor, que incluso queremos saber lo que él no quería que se supiera, lo que él entregó al fuego o dejó guardado en un cajón. Y así Lorca, Cavafis y otros muchos están condenados a ver desde el más allá cómo circulan en sus Obras Completas poemas suyos que ellos no sacaron a la luz o que sacaron cuando eran jóvenes e impacientes.

Por eso es un acierto reunir en este volumen la obra esencial de Miguel Hernández, en vez de las Obras Completas, porque así nos quedamos con el verdadero Miguel, el que sacó músculo poético definitivo, se labró una voz propia y entregó a la rica literatura española un verso viril y refinado, de imágenes rotundas y contundentes.

Miguel Hernández ha sido el único poeta español, al menos que yo recuerde, capaz de hacer poesía social sin caer en el panfleto ni en la lacrimogenia en que cae tanto poeta social mediocre, y el único capaz de decir, sin pelos en la lengua pero con una desnudez que es la elegancia misma, lo abrumador, lo arrollador, lo persistente y lo caliente que es el deseo sexual masculino y lo que a un hombre lo altera la sola presencia femenina: en esa alteración está lo mejor, quizá, de ser varón, al menos si uno lee a Miguel Hernández.

Ahora que se acerca su aniversario, mucho se habla y se publica sobre Miguel y se alzan voces para decir que no era tan autodidacta como se ha dicho, que explotaba eso del poeta cabrero, que era más listo de lo que parece…

La verdad siempre es más compleja que los tópicos: ni era un simple cabrero, ni era un tipo listo que explotaba ser cabrero y venir del campo. Era, a veces sí, a veces no, las dos cosas. Habría sido una tontería no ser las dos cosas. Y lo fue.

Entre la biografía de José Luis Ferris y la última de Eutimio Martín, ambas tan distintas en talante y en la valoración que hacen del poeta, está bien que recordemos con un libro como este que lo importante en Miguel es la calidad de su obra poética, que, desde mi punto de vista, es después de Lorca y los Machado, la mejor del siglo XX español.

Lo sorprendente en Miguel es su meteórica carrera poética y personal, lo breve e intensa que fue, lo mucho que le pasó en tan poco tiempo: publicar autos sacramentales, algún revolcón con Maruja Mallo (que se tiró a media Generación del 27), perder la fe, publicar libros, tener hijos, participar con Cossío en su enciclopedia torera, emborronar versos en las trincheras y, en la pizarra del palacio donde se daban la vidorra Alberti, Neruda y María Teresa León con fiestas de disfraces y comiendo los alimentos que en el Madrid cercado escaseaban, escribir: “Aquí hay mucha puta y mucho hijo de puta.”

Olé tus cojones, Miguel.

Y todos sus versos los escribió como pudo, a la sombra de un árbol, cuidando cabras, en pensiones de mala muerte, en la trinchera, en la cárcel… No fue un señorito de dedos delicados y sin callos, sino un hombre curtido y con agallas. Si algún valor poético añaden a unos versos de guerra el haber sido escritos en la trinchera, si algún valor poético añaden a unos versos de amor el estar escritos en cárcel, los de Miguel Hernández tienen un valor añadido.

Teniendo en cuenta que su breve, pero fulgurante vida poética, amorosa, literaria y guerrera no le dio apenas tiempo ni perspectiva para hacer una valoración de toda su obra, parece, pues, un acierto esta poesía esencial, que reúne los libros más señeros y representativos de su obra: El rayo que no cesa, Viento del pueblo, El hombre acecha, Cancionero y romancero de ausencias, amén de algunos poemas sueltos.

No figuran, pues, en este libro Perito en lunas, un libro aún inmaduro. Tampoco sus autos sacramentales. Tan sólo la poesía de madurez.

Ahora que nos acercamos al aniversario de su muerte, es un buen momento para conocer al mejor Miguel Hernández, que, además de ser muy buen poeta, era, como dice su esposa, muy hombre y sabía, como nadie, unir en una misma gavilla el amor, la justicia, el futuro, la fecundidad, la patria, la esperanza, la pasión, el hijo… Y tuvo el detalle con su esposa, que era una mujer tradicional, de casarse por la Iglesia, para que en la España de Franco tuviera ella un futuro.

Poeta de rosa y espada, como Garcilaso o Aldana: amó como hombre, luchó como soldado y murió como un valiente.

Vivimos ahora en una época tan descafeinada, que viene bien recibir con estos poemas la inyección de virilidad, la tormenta de piedras y hachas, el deseo más lúbrico convertido en endecasílabo de roble y piedra, la rotundidad fina a latigazos verbales que es Miguel Hernández.

Miguel Hernández es la demostración clara de que la poesía es un don más que un trabajo y un mérito o una carrera, cosa que en este país de poetas universitarios y profesores se olvida fácilmente. En Grecia tienen a Cavadías, el poeta marinero, y aquí tenemos a Miguel, el poeta cabrero.

Lástima que Miguel muriera en la cárcel. Yo lo quiero sacar de ella para siempre guapo y joven y sano para su esposa para siempre.